¿Qué significa realmente el gran reemplazo?
El gran reemplazo es una máquina que tritura vínculos
Estamos en agosto de 2025 en España, en una cafetería cualquiera de Salamanca donde todavía queda ese bar de toda la vida que resiste frente a las franquicias que lo devoran todo. La expresión gran reemplazo suena fuerte, casi amenazante, pero lo curioso es que no nació como una simple consigna política. No es únicamente un término sobre migraciones ni sobre conspiraciones de despacho oscuro. Su creador, el escritor francés Renaud Camus, lo planteó como una visión mucho más amplia: vivimos en un tiempo en el que las personas, los objetos y hasta los sentimientos se han vuelto intercambiables, sustituibles, desechables.
La idea me provoca una incomodidad difícil de quitarme de encima. No hablamos solo de que venga alguien de fuera a ocupar el lugar de otro, sino de que la propia mentalidad del reemplazo se ha infiltrado en cada rincón de nuestras vidas. “Todo se reemplaza, nada permanece”, podría ser el lema oculto de esta época. Y lo peor no es que alguien lo planifique: lo terrible es que ya no hace falta planearlo.
La amistad líquida y el amor exprés
Pienso en la amistad. Hace unas décadas era normal contar con varios amigos íntimos; hoy, las estadísticas muestran que la media se reduce a uno o dos, cuando no a ninguno. La soledad avanza disfrazada de independencia. Se acabó aquello de “amigos para toda la vida”, ahora es más bien “amigos hasta que deje de cuadrar”.
En el amor la lógica es idéntica. Si la relación se complica, no luchamos: la declaramos “tóxica” y pasamos página. El matrimonio, que antaño era un pacto casi sagrado, se ha convertido en un contrato revocable a golpe de firma exprés. España es, de hecho, uno de los países europeos con mayor tasa de divorcios, como confirman los datos del Instituto Nacional de Estadística. “Si no funciona, se rompe”, recomiendan incluso psicólogos en televisión. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿cuándo dejamos de ver al otro como un compañero de vida para tratarlo como un electrodoméstico defectuoso?
La precariedad como escuela del reemplazo
En el trabajo la sensación es la misma. Contratos de seis meses, vidas enteras hilvanadas entre interinos y temporales. La empresa no te dice “te necesito a ti”, sino “te necesito mientras me seas útil”. Un engranaje de máquina se ajusta y cuando chirría se cambia, así de sencillo. El mensaje es claro: no eres único, eres reemplazable.
Y la ironía se repite hasta en lo material. Lavadoras que duran cinco años, móviles que fallan justo después de la garantía, coches que parecen diseñados para morir jóvenes. Obsolescencia programada la llaman, aunque suena más a filosofía vital de un tiempo que nos ha convencido de que nada merece ser reparado. Ni objetos, ni amistades, ni matrimonios, ni trabajadores.
El propio concepto de obsolescencia programada ya nos lo dice: fabricamos cosas para que mueran pronto. Lo inquietante es que ese patrón lo aplicamos a nosotros mismos.
“El ser humano no está hecho para ser reemplazable”, resuena como un eco incómodo, porque intuimos que es verdad pero seguimos actuando como si no lo fuera.
Del supermercado al parlamento
Cuando esa mentalidad se normaliza en lo íntimo, ¿cómo no iba a trasladarse a lo político? La lógica del reemplazo de personas se cuela por la puerta grande. Si una población resulta “cara” porque exige salarios dignos o porque protesta demasiado, se la cambia por otra más barata y más dócil. No se habla ya de ciudadanos con historia y vínculos, sino de piezas que encajan mejor o peor en la maquinaria del sistema.
España no es ajena a este fenómeno. El patriotismo, que solía ser un vínculo fuerte, se ha difuminado en muchos sectores. Si ya no importa el lazo con tu esposa, ¿cómo va a importar el lazo con tu compatriota? Lo reemplazable en lo íntimo desemboca en lo reemplazable en lo colectivo.
La paradoja de los nacionalismos
Aquí aparece una contradicción que me divierte y me entristece a partes iguales. Los nacionalismos regionales, tan obsesionados con preservar lo propio, acaban aplicando la lógica contraria a nivel nacional. Se protegen idiomas y tradiciones locales, pero se relativiza la identidad común de España. Paradójicamente, por cerrar la puerta al vecino de al lado, se abre de par en par a dinámicas globales que diluyen todo lo demás.
El caso de Cataluña es ilustrativo. En lugar de reforzar la lengua española como compañera del catalán, se apostó por importar otras lenguas y culturas. El resultado: ni el catalán se fortalece ni el español se debilita, sino que el hueco lo ocupa el árabe, creando un panorama muy distinto al que se pretendía. Y en el País Vasco, un partido que lleva “Dios y leyes viejas” en su nombre ha terminado abrazando un discurso global que poco tiene que ver con esas raíces que juraba defender.
El contraste es evidente: lo que en unos contextos se califica como “conservar tradiciones” en otros se denuncia como colonización cultural. Esa incoherencia se ha estudiado incluso en ensayos como La gran sustitución, donde Camus insiste en que el problema no es solo demográfico, sino mental.
Salamanca, McDonald’s y la pérdida del sabor
La teoría del gran reemplazo también se puede saborear en algo tan banal como un paseo por la ciudad. El tendero de toda la vida cierra, la franquicia ocupa su lugar. Roma, Salamanca, cualquier urbe pequeña o grande: los mismos carteles luminosos, la misma hamburguesa, el mismo café aguado. No se trata de demonizar a las cadenas, sino de comprender lo que perdemos cuando todo es reemplazable. Un McDonald’s puede estar bien; cien McDonald’s matan la personalidad de cualquier ciudad.
Aquí aflora otra incoherencia. Muchos defienden el comercio tradicional con palabras, pero luego compran fruta barata importada en lugar de pagar un poco más al agricultor cercano. Reemplazamos al productor local sin pestañear, como reemplazamos al vecino por un desconocido. Y lo justificamos con un “qué más da, si no conozco a ninguno”.
El propio sector primario lleva años denunciando esta contradicción. Asociaciones de agricultores recuerdan que si exigimos salarios dignos para el campo español, también debemos aceptar precios más altos en el supermercado. La elección de comprar productos baratos de Marruecos frente a los de Murcia o Jaén es, en el fondo, otra aplicación del gran reemplazo en clave económica.
Vínculos frente a desarraigo
El núcleo del gran reemplazo no está en cifras demográficas, sino en la erosión de los vínculos. Familia, patria, herencia, memoria: palabras que suenan a pasado y, sin embargo, son las únicas que nos recuerdan que somos más que piezas intercambiables. El problema no es que un político o una empresa quiera reemplazarnos, sino que hemos interiorizado la idea de que es natural, inevitable y hasta conveniente.
Recuerdo una metáfora sencilla: heredar una casa del abuelo. Se puede reformar, cambiar ventanas, pintar las paredes. Pero el vínculo afectivo con esa casa no lo sustituye ningún McDonald’s en la planta baja. Y si alguien me dice que da lo mismo, que una casa es una casa, no sé si me habla con sinceridad o con la frialdad de quien ya no siente apego por nada.
¿Se puede frenar la lógica del reemplazo?
La pregunta no es si existe el gran reemplazo, sino si nos gusta o no vivir en él. Algunos lo aceptan como progreso; otros lo vemos como una amenaza directa contra lo humano. Porque un vaso puede romperse y comprarse otro, pero un amigo, un hijo, una historia compartida no se reponen en la estantería de Amazon.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)
La prisa por reemplazar todo, por cambiarlo antes de tiempo, quizá esconda la mentira de que nada merece durar.
¿Qué España queremos?
Catalanes que empiezan a reconocer que la estrategia de confrontación fue un error. Vascos que aman su lengua pero que no encuentran un partido que la defienda sin disolverla en discursos vacíos. Castellanos que antes despreciaban lo suyo y hoy empiezan a valorar lo que queda. Todo indica que la mentalidad del reemplazo no solo erosiona vínculos, también ofrece una oportunidad: la de recuperar lo propio antes de que desaparezca del todo.
“Los vínculos importan, aunque la época insista en lo contrario”.
La teoría del gran reemplazo nos confronta con una elección íntima y colectiva. ¿Seguiremos aceptando que todo es reemplazable, desde una amistad hasta una nación? ¿O recuperaremos la certeza de que hay cosas —personas, legados, paisajes— que no se cambian como se cambia un móvil viejo?
Porque al final, la incógnita no es si habrá un gran reemplazo. La incógnita es si quedará alguien dispuesto a luchar por lo irreemplazable.