El mercado convierte al artista en ídolo y luego lo cancela

¿Por qué el MITO del artista devora su obra?

El mercado convierte al artista en ídolo y luego lo cancela

Estamos en julio de 2025 en cualquier escenario del mundo donde un reflector apunta a un micrófono vacío y una multitud espera. La palabra MITO flota en el aire como un perfume denso, mezcla de talento, marketing y fe ciega. La idolatría no se hereda: se fabrica. Y en tiempos de redes, se hace en serie.

¿Qué hace que adoremos tanto a alguien que ni siquiera conocemos? ¿Cómo pasamos del aplauso al altar, de la ovación al linchamiento digital? A veces me descubro aplaudiendo con fervor, conmovido por una melodía que ni siquiera entiendo del todo, solo para, minutos después, sentir una incomodidad brutal al ver cómo esa misma figura es elevada a semidiós… o sepultada en segundos por un trending topic.

La clave está en el espectáculo, claro. Pero no solo sobre el escenario.

Origen: La muerte del autor (Roland Barthes) – Wikipedia, la enciclopedia libre

El artista como producto, el mito como máscara

No es nuevo. Ya en el siglo XIX, el pianista Franz Liszt provocaba desmayos en masa y coleccionistas de mechones de pelo. Era la “Lisztomanía”, documentada en 1841, un fenómeno que hoy tendría su propio hashtag. Pero fue con los Beatles que el asunto estalló en escala industrial. Y desde entonces no hemos sabido —ni querido— mirar atrás.

La música importa, sí. Pero cada vez menos. Lo que manda es el relato. No hablamos de discos, sino de documentales, biopics, peleas en redes, outfits en galas. En vez de críticos, tenemos comentaristas de lo viral. En vez de público, feligreses. Y en vez de trayectoria, historia personal condensada en 90 segundos con lágrima incluida.

Como recuerda el antropólogo Jamie Tehrani, todo esto responde a un sesgo de prestigio: tendemos a admirar a quien admiramos porque… lo admiran otros. El talento queda reducido a ruido de fondo. El artista vale tanto como el número de seguidores o polémicas que arrastra. No lo digo yo, lo muestra el algoritmo.

“No compramos arte, compramos biografía.”

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Idolatría como espejismo de consuelo

El culto a la celebridad es una trampa deliciosa. Lo dicen los psicólogos McCutcheon y Maltby: la mayoría nos quedamos en la fase inofensiva de compartir memes, debatir rankings y acumular discos. Pero un pequeño porcentaje —el 3%— cruza la línea patológica, fantaseando hasta la obsesión, confundiendo la obra con redención y al ídolo con un oráculo.

Esa cifra pequeña es ruidosa. Grita, persigue, amenaza, cancela. Pero el problema real es más sutil: la cultura general ha dejado de analizar para venerar o condenar sin matices. O blanco o negro. O dioses o monstruos.

La paradoja es brutal: cuanto más sabemos del artista, menos vemos su obra. Cuanto más se desnuda su vida, más se empaña la música, el cine, la pintura.

“La intención no importa”, decían. Pero ¿seguro?

Cuando Roland Barthes escribió La muerte del autor, proponía algo radical: la obra debe hablar sola, sin depender de la biografía del creador. Suena liberador. Pero también suena a utopía. Porque en el fondo, siempre queremos saber: ¿por qué compuso esto?, ¿en qué pensaba?, ¿quién lo traicionó?

Los llamados anti-intencionalistas —como Wimsatt y Beardsley— alertaban sobre la “falacia intencional”: pretender que entender al autor es entender la obra. Pero incluso ellos sabían que el arte tiene siempre algo de confesión camuflada.

No es una ciencia exacta, pero tampoco una religión. Lo que necesitamos, tal vez, no es tanto eliminar al autor como ponerlo en su sitio. Es decir, no sobre el escenario cuando no canta, ni en un pedestal de intocabilidad cuando se equivoca.


Cuando el reality mata al artista

En este circo moderno, el reality-show se convierte en máquina trituradora de aura. Walter Benjamin ya advirtió que la reproducción técnica le robaba al arte su halo místico. Hoy lo que roba ese aura es un botón de “saltar intro”, una lágrima editada con violines de fondo, un panel de jueces que decide en dos frases si un ser humano “vale”.

Programas como La Voz o Got Talent ya no buscan descubrir música, sino fabricar emoción instantánea. Los artistas se presentan no con una canción sino con un trauma. El piano es apenas escenografía para una historia de superación. La voz importa menos que el vídeo de presentación.

Y claro, la cancelación llega más rápido que el olvido.

“Nadie resiste ser mito y mortal al mismo tiempo.”


¿Es posible una pedagogía sin idolatría?

¿Hay esperanza? La hay, pero exige algo incómodo: pensar.

Pensar en clase, en casa, en foros, en podcasts. Pensar sin moralinas ni linchamientos. Pensar desde la contradicción. Como esa que permite aplaudir una ópera de Wagner sin ser antisemita, o llorar con Amy Winehouse sabiendo que no era ninguna santa.

Necesitamos más clubs de escucha y menos reacciones de cinco segundos. Más vinilos y menos clips virales. Más conversación sobre armonías, menos sobre amores fallidos. Y sí: más contratos transparentes y menos trampas de marketing. Porque, sorpresa: el talento existe, aunque no haga trending topic.


¿Qué hacemos con los mitos?

¿Hay que borrar la obra de un autor caído en desgracia? ¿O contextualizarla? ¿Debemos seguir escuchando, leyendo, viendo, aunque sepamos demasiado?

La respuesta no es sencilla, pero hay una pista: cuando el artista ya no vive, el juicio moral se vuelve arqueología. Se puede contextualizar. Con los vivos, la cosa cambia. Si consumes su arte, también estás financiando su modo de estar en el mundo.

Hay que separar dos cosas:
El valor estético de una obra y su impacto extrínseco. La primera puede conmovernos; la segunda, comprometernos. Y ahí está la clave: no se trata de censurar, sino de elegir con criterio. Que cada uno decida a quién quiere dar sus aplausos… y su dinero.


“El artista es humano; la obra, a veces, es milagro.”


Una última nota, retro y futura

Quizá en el futuro no existan artistas de carne y hueso, sino hologramas afinados por inteligencia artificial, que nunca cometan errores, que nunca digan algo inconveniente. Pero, ¿quién quiere eso?

A mí, al menos, me sigue emocionando un concierto donde la voz se quiebra, donde el cantante desafina porque llora, donde no hay guion. Donde el mito dura un instante… y después solo queda la música.

Que el mito suba al escenario. Que el humano vuelva a casa. Y que nosotros, entre tanto, aprendamos a no convertir el arte en religión ni al artista en altar.

¿Seguiremos aplaudiendo con criterio? ¿O nos quedaremos adorando el eco sin darnos cuenta de que hace tiempo se apagó la melodía?

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